03 abril 2006

Lola I

Después de recuperarse de su viaje en mi maleta. Lola compró un billete de tren. Miró el mapa de recorridos. Quería llegar hasta Oviedo. Necesitaba un nuevo mar que le arropara y verde, y piedra. Necesitaba empezar. Recorrer todo el país de sur a norte le daba tiempo a echar sus restos por la ventana o dejarlos en alguna estación, como se hace con los perros cada verano, como se sintió ella alguna vez.
Tenía un par de horas vacías antes de comenzar el viaje. Se sentó en la terraza de un café y pensó en sus restos. Tiraría sus rencores en Albacete, segura de no volver a pisarlo en mucho tiempo. Dejaría sus penas, camufladas en la mochila, en la estación de Madrid, segura de volver, porque a Madrid siempre se vuelve. Quizás las guardara en una taquilla, por si algún día necesitaba recuperarlas, por si necesitaba acordarse de ellas, para no volver a sufrirlas. Después de un par de sorbos al café, resolvió dejar los odios en Burgos y ya sólo le quedaban alegrías, ésas las cargaría hasta el final, no pesaban mucho, no eran demasiadas.
Se levantó sintiéndose diferente. Percibía, en cada paso a la estación, una mezcla de agilidad y firmeza en sus movimientos. Descubría Lola, mirando de reojo a los cristales de los escaparates, su renovada fortaleza. Aún no se gustaba, pero se asumía. Aún no se quería, pero se apreciaba y ése era el camino.

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